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19 de agosto de 2007

Bragança medieval


Bragança, esa ciudad de Trás-os-Montes, siempre verde y siempre acogedora, se ha visto, en estos días, engalanada como lo estaba allá por el 1300 cuando los reyes eran dueños, no sólo de las tierras sino de la voluntad de sus hijos. Tal es el caso de Don Alfonso IV, quién pretendió casar a su hijo, el infante Don Pedro con Doña Constanza de Castilla, despreciando los sentimientos de éste, enamorado perdidamente de Inés de Castro, dama de compañía de la infanta de Castilla.

Una bonita y trágica historia de amor como son casi todas las grandes historias de amor, sin un final feliz.



Y así, de esta guisa se mostraba la ciudadela de Bragança, ese recinto que recuerda al Mont Saint Michael, al que se accede lentamente sobre empedrado suelo bordeado por serpenteantes calles hechas de casitas magníficamente conservadas.









Estandartes, música, puestos ambulantes ofreciendo productos de la tierra, saltimbanquis, juegos malabares, cetreros dirigiendo las evoluciones de los halcones, y todo lo que la imaginación pueda imaginar, fueron escenario de excepción mientras ascendíamos al mismo recinto del castillo cuando, ya entrada la noche, se representaba la boda secreta de los amantes y del posterior asesinato de Doña Inés.


Y así transcurrió la jornada para los que nos acercamos desde tierras próximas del reino de Castilla. Con el corazón contrito y con la emoción en la piel.

Ignoramos qué ocurriría con los sentimientos de doña Constanza de Castilla. Los cronistas no nos cuentan cómo vivió ella el desaire de don Pedro al preferir a la gallega Inés. Es cierto eso que dicen que hay más afinidades de los portugueses con Galicia que con la propia Castilla, incluso con el propio reino de León. Así se escribe la historia.

Consideraciones aparte, las horas pasadas en este rincón de Iberia fueron más que satisfactorias. La estancia en la ciudad de Bragança fue como se esperaba. Mientras regresábamos los brigantinos seguían con sus fiestas.



14 de agosto de 2007

Ricobayo de Alba - Zamora











Se quejan en los pueblos de España de que sus Ayuntamientos se gastan el dinero en toros y en costilladas o sardinadas.

Ignoro si tal queja tiene fundamento, pero lo cierto es que estas celebraciones multitudinarias sirven de nexo para el encuentro amable entre los hijos de la diáspora.

Con la espalda, todavía trémula, acariciada por la tierra del pueblo de mi madre, con los ojos como ascuas tras haber vuelto a contemplar la noche más nítida y las estrellas más rutilantes, regreso a casa con la emoción en la piel y los sentidos alboratados.

Nada como la tierra de uno, el lugar de antaño y el agua bautismal de los primeros baños. Todo es igual y todo ha cambiado. El embalse, manso, de arisca orilla, el pueblo aledaño, el de mi madre, es hoy un vergel entre rocas, un jardín de rosas y adelfas y un ágora libre y solidario donde cada cual compone su discurso. La familia, los amigos, los forasteros llegados desde los vecinos pueblos, se comunican y bailan al son de ritmos donde se mezca el flamenco con ritmos caribeños. Todo tiene cabida en estos días. Todo puede hacese en un día, en el mismo sitio. Nadar a placer, navegar en frágil barquita, agitar los brazos y decirle adiós al viento.

Hoy, apenas hace unos momentos, he dejado a mi madre, más joven que yo, vital y bella, al abrigo de su frondoso jardín, en nuestra casa de piedra. Hoy he saboreado, como cada año, -ya es tradición- pitanza y vino mientras mi espalda se adosaba al cesped húmedo y mis ojos brillaban mucho más que las estrellas que me miraban allá en lo alto.