Aunque el día amenazaba lluvia, nos sorprendió el sol cuando llegamos a nuestro destino: Villardiegua de la Ribera. Una vez dejamos los coches junto a la Iglesia, no sin antes tomar un café en la Casa de Turismo Rural de nuestra amiga Manuela, nos encaminamos hacia la Peña Redonda.
El campo verde, los senderos amables, los árboles semidesnudos, la tierra vibrante, sintiendo que el fluir de la vida que ya está cerca, preparada para el encuentro, para la germinación, para el amor, al fin. La primavera es un canto al amor, que la celebran de la misma forma los hombres y la propia naturaleza.
En el camino nos cruzamos con un jinete, a lomos de su caballo blanco. Cruzamos unas palabras con el inesperado caballista. Disfrutaba del lugar como disfrutábamos nosotros.
Pronto descubrimos, excavados en rocas de granito, pocillas donde, en otros tiempos, los buscadores de oro, lavaban la tierra para encontrar entre ella el preciado metal. Los riachuelos, a nuestro alrededor, con su rápido discurrir, nos invitaban a acercarnos a ellos, nos incitaban a contemplar su belleza, casi nos hablaban. Pequeños molinos, perfectamente restaurados, surgían a cada paso. Las piedras de moler, todavía indemnes. La imaginación se desbordaba, como los torrentes se desbordaban, como las aguas del Duero, allá abajo, casi en el abismo, para la ocasión del color de las tejas, rojizas, oscuras, casi siniestras. Al Duero lo abrazan farallones pétreos, sobrecogedores y bellísimos. El sol iluminando, calentando la vida del lugar, aparentemente tan solitario, pero tan pleno, tan pletórico.
Almorzamos junto a la Peña Redonda, frente a las ruinas del que fuera Santuario de Mamede.
Regresamos cuando la tarde era preludio del ocaso. Caminanos veinte kilómetros, apenas sin darnos cuenta. El cansancio es el mejor premio para un día jubiloso. El cansancio físico es la medicina más auténtica para el cansancio del espíritu.
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