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11 de mayo de 2009

Amorgós - Grecia

























Hay lugares a los que se quiere volver una y otra vez pese a haberlos visitado en numerosas ocasiones. Y se desea volver, precisamente,  porque sabemos lo que nos vamos a encontrar: un paisaje limpio, sin contaminación, unas gentes sencillas, unos pueblecitos impolutos a los que pintan con flores el suelo de sus calles, a veces hasta las paredes de piedras  en el campo. Me estoy refiriendo a la pequeña isla griega de Amorgós, situada en la parte más suroriental de las Cíclades, un lugar ajeno a las corrientes turísticas y a las masificaciones, un lugar al que solo se puede acceder en barco desde el Pireo tras ocho horas de navegación en un Ferry que es casi tan grande como la propia isla donde una se pierde entre salas de televisión, restaurantes o cafeterías, enormes cubiertas y terrazas. Una travesía de ocho horas pero que se pasan en un voleo. No en vano la navegación nos lleva por las legendarias Paros o Naxos, localidades de casitas blancas, deslumbrantes, sobre el fondo terroso de las islas. El sol lo cubre todo; el cielo, la tierra, el mar. Una belleza desmesurada para lugares mágicos. En Amorgós apenas se nota la crisis porque siguen viviendo como lo hacían pretéritas generaciones, utilizando al máximo todos los recursos que da la isla. Son expertos en la elaboración de queso de cabra, en perfumes; cuyos aromas provienen de las miles de plantas que da la tierra y que sus habitantes conocen a la perfección. Plantas que utilizan tanto como  medicinas,  especias  o para la elaboración de perfumes. Allí, en el complejo hotelero de Irene Giannakopulos muestran al viajero cómo se hacen salsas, pastas, exquisitos manjares, para demostrarnos que la salud de sus gentes viene de largo, viene de una  calidad de vida que no da ni el exceso de consumo, ni la tecnología, ni los avances científicos, sino gracias a  una vida sencilla y al consumo natural sin aditivos ni contaminantes. Sí, Amorgós es ese lugar al que se desea volver aunque no se espere nada nuevo.

Uno de los lugares imprescindibles, visita obligada,  que nadie puede perderse, es el Monasterio de Chozoviotissa, un monumento incrustado en un enorme farallón a 300 metros sobre el nivel del mar. Este monasterio, del siglo XI, pasará en breve a ser Patrimonio de la Humanidad. Un equipo responsable de la Unesco trabaja para que así sea. El monasterio se encuentra a pocos kilómetros de Amorgós  y llama poderosamente la atención su espectacularidad, tanto por su estructura como por su ubicación. Cuando se contempla, se pueden  imaginar los argumentos que esgrime la UNESCO para que sea patrimonio de todos; y uno de ellos, tal vez el más importante, la fe, una fe que ahora retrocede pero que gracias a ella podemos asombrarnos con su contemplación.


Cuenta la leyenda que un día llegó a los pies del acantilado una barca sin nadie a bordo, solamente un pequeño icono con la imagen de la Virgen María en el fondo de la misma. Tal vez algún devoto cayó al mar dejando  la imagen a la deriva dentro de la barca. Dicen que, tal vez, una piadosa mujer habría querido salvar la imagen de los iconoclastas. La mujer podría ser originaria de Chotiva o Koziva, una ciudad de Tierra Santa y de ahí el origen del nombre del monasterio. De esta bonita leyenda, parte el motivo por el que se construyó.


Pero sigamos con la leyenda. Los habitantes del lugar, para albergar el icono, decidieron construir allí, en el mismo punto, una iglesia, justo al borde del mar, pero cuando estaba en plena construcción, un golpe de mar la destruyó aunque, milagrosamente se salvaron las herramientas que aparecieron a mucha más altura de donde se encontraban, en un lugar totalmente inaccesible. Asombrados debieron quedarse cuando vieron que el cincel del maestro estaba clavado en la roca, entendiendo que ese sería el lugar exacto  donde debía  construirse el monasterio. Y allí es donde se encuentra en la actualidad, para que se cumpla aquello de que “la fe mueve montañas” y se puede añadir que la fe rompe rocas, las amolda a su deseo y las transporta a 300 metros de altura sobre una playa inhóspita sin medir el sobreesfuerzo que supuso la construcción del monumento en época tan pretérita. Se cree que la fundación de este monasterio se  remonta al año 1017, aunque no sería hasta el 1088 cuando es verdaderamente fundado por el emperador bizantino Alejo I Commeno.

El edificio tiene una altura de 45 metros, mientras que su máxima anchura es de 4,6 m. Tiene, por tanto, una sola pared.  Sus ventanas, de diferentes tamaños,  miran al Egeo y se distribuyen de forma irregular. Está pintado de blanco como todas las casas de la isla y su blancura contrasta con el gris rojizo del acantilado lo que hace de él una fantasmagórica visión. Son 700 metros en total desde el borde del mar hasta su máxima altura.  Dos enormes contrafuertes son los responsables de que el edificio se deslice por la pendiente. Su robustez es más que evidente. Durante casi diez siglos estuvo habitado por un centenar de monjes aunque a partir de 1989 solamente lo habitan dos.


Puede visitarse con normalidad respetando la vestimenta. Hay que salvar un número de peldaños, unos 600, pero muy abiertos, lo que hacen el acceso cómodo. La entrada es a través de una puerta de mármol que nos conduce a una escalera angosta e irregular que lleva a los niveles superiores. En el más elevado se encuentra la capilla con sus iconos, donde no podía faltar el milagroso y protagonista  del Monasterio además de valiosos manuscritos. Las mujeres no pueden llevar pantalones para lo cual, a la entrada facilitan   pañuelos que utilizar a modo de vestido para cubrir las piernas.


Hay una hermosa terraza desde donde se divisan bellísimas vistas del siempre tranquilo mar Egeo, por donde, ni siquiera, se ven embarcaciones. Todo es silencio, solo el rumor del mar y las gaviotas son protagonistas. Desde las ventanas también se divisa el mismo espectáculo. Los monjes comparten con las visitas sus licores y los típicos dulces elaborados por ellos. Una pequeña huerta les provee de hortalizas. Las gallinas picotean y los gatos toman el sol indiferentes.


La isla de Amorgós tiene una superficie de 131 km2 y cuenta con 360 capillas bizantinas lo que demuestra el fervor de estas gentes sencillas que viven de sus propios recursos. Desde hace diez años se ha empezado a conocer y a visitar gracias a la iniciativa de Irene Giannakopulos, una mujer emprendedora que ha sabido impulsar la isla mediante un complejo turístico al que llegan viajeros de todo el mundo.






1 comentario:

observatory dijo...

bonito :)


e havia sol