
De todo lo que he leído durante este fin de semana, me ha llamado la atención un artículo de Angeles Caso que titula "Honor a los traductores", donde habla de la callada labor que realiza este gremio, casi opaca, desapercibida para los lectores, pero sin embargo tan protagonista e importante, porque gracias a su trabajo hemos temblado de felicidad, hemos dado a nuestras vidas sentido al intentar entender "la omnipontencia de Jehová, la sabiduría de Platón, el rigor de la ley romana, la humana profundidad de Shakespeare, el espíritu libre de Voltaire, la luz vacilante de Goethe, el desasosiego de Kafka..."
Tomamos un libro entre las manos y casi nunca aparecen datos sobre el traductor del mismo, ninguna referencia que nos hable de sus conocimientos o de su experiencia. ¿Se repara en el nombre de la persona que se ha esforzado en verter a un idioma comprensible para nosotros todo el talento, la magia e inteligencia de un autor, sea éste filósofo, jurista, poeta, dramaturgo...? ¿Sentimos curiosidad por saber algo de sus vida, algo sobre sus esperanzas rotas ante tanta impotencia...?
Por desgracia, el trabajo de los traductores no está valorado, ni intelectual ni económicamente, aunque tengan que pasar noches enteras sin dormir para entregar sus encargos, solicitados sin consideración, con excesiva premura.
Existe una dictadura, casi malévola, por parte del autor (y del editor) que hacen opacos a los traductores, inexistentes a los ojos del lector. Y sin embargo, afirma Caso, "¿qué sería del mundo sin la labor de todas estas personas que a lo largo de los siglos han dedicado horas y horas a captar el soplo vital que palpita en cualquier texto?"
Reconozcamos su trabajo, paguémosle el esfuerzo al tiempo dedicado, correspondámosles para que afronten la vida con la dignidad que se merecen. Pongámosle una corona de laurel sobre la frente.